La salud mental se volvió tendencia.
Está en los murales del colegio, en los discursos de cierre de año, en los reels de Instagram con
música suave de fondo. Todos la mencionan. Nadie la entiende. Nadie la practica.
Porque hablar de salud mental es fácil cuando no cuesta nada.
Difícil es sostener a alguien que llora sin saber por qué.
Difícil es preguntar cómo estás y quedarse a escuchar la respuesta.
Difícil es detener la maquinaria un día entero porque alguien simplemente no puede más.
Lo que el mundo llama “salud mental” hoy no es más que un eslogan, una excusa para no hacer
cambios reales. Mientras los carteles dicen “cuídate”, los horarios siguen iguales, las exigencias
aumentan y la empatía se mide con formularios.
Nos enseñaron a cuidar el cuerpo, pero no la cabeza.
A dormir ocho horas, pero no a llorar sin culpa.
A comer sano, pero no a pedir ayuda sin vergüenza.
Y luego nos sorprende que la gente se quiebre en silencio.
Porque sí, cuidarse mentalmente se ha vuelto un privilegio. Hay que tener tiempo, dinero, una
red que sostenga y la mayoría no tiene nada de eso. El sistema ofrece charlas motivacionales
cuando lo que la gente necesita son horas libres, escucha real y un respiro que no sea culpa.
Pero hay algo que duele más que la falta de recursos: la indiferencia.
La rapidez con la que se olvida a quien dijo “no estoy bien”.
La incomodidad que genera el sufrimiento ajeno.
La forma en que todo se maquilla con frases optimistas para no mirar el fondo.
No hay salud mental posible en un entorno que penaliza la tristeza.
No hay bienestar cuando ser funcional vale más que estar vivo.
No hay cuidado si lo único que importa es seguir produciendo.
Y sin embargo, aquí estamos, hablando del tema porque ya no se puede seguir callando.
Porque cada nombre perdido pesa.
Porque cada silencio empuja a otro.
Porque hablar —aunque sea tarde— sigue siendo una forma de resistir.
Así que sí, esto también es para los que están cansados, para los que sienten que ya no hay salida,
para los que no pueden más. No voy a decirles que todo mejora, ni que el dolor pasa rápido, ni
que basta con pensar positivo. Solo voy a decirles esto: no todo lo que sienten ahora va a
durar para siempre. Y aunque no lo parezca, siempre hay alguien que puede escucharles,
incluso cuando no sepan cómo pedirlo. A veces es un amigo, a veces un profesor, a veces un
desconocido. Pero alguien. Siempre alguien.
La salud mental importa porque de ella depende todo lo demás. Y mientras los gobiernos diseñan
programas y las instituciones imprimen afiches, nosotros tenemos una responsabilidad
inmediata: no ser indiferentes. No mirar hacia otro lado. No decir “ya se le pasará.” Porque no
siempre se pasa.
El mundo puede seguir disfrazando su indiferencia con palabras bonitas, pero si de verdad
queremos cuidar la salud mental, habrá que ensuciarnos un poco las manos. Habrá que escuchar,
incomodarse, sostener y sobre todo, habrá que recordar algo simple y urgente:
la salud mental no se mide por cuántas veces decimos “estoy bien”, sino por cuántas veces
alguien nos cree cuando decimos que no lo estamos. Porque si algo aprendimos de todo
esto, es que no se trata solo de seguir vivos, sino de aprender a vivir acompañados.
Escrita por Yerko Bravo: @brilo2814







